La estética de Miró. 05. El debate sobre un Miró vanguardista, moderno o posmoderno.
Desde los años 60 asistimos a una irresistible floración de críticos, teóricos e historiadores de arte que se aprestan a legitimar a los artistas pos-modernos. Pocos de aquéllos confiesan esta adscripción, conscientes de que pisan un resbaladizo campo de batalla, pero sus huellas las observamos por doquier. Y Miró no se escapa a las clasificaciones.
Jacques Dupin (1967)
alerta del peligro de caer en una interpretación “alegre” e “infantil” de Miró,
de quien reivindica un talante vanguardista:
‹‹Pero la radiante
sencillez de sus obras más conocidas, que son las de su madurez, la vitalidad
de los colores, la ingenuidad de las figuras y de los signos, han puesto en
circulación la leyenda de un Miró dotado como por milagro del poder de
conservar intacto el frescor de la infancia. Esta opinión descansa en una parte
de su obra y en su lectura superficial, haciendo caso omiso de todos los
desarrollos que la precedieron, o sea, de treinta años de luchas y de
conquistas, de un caminar obstinado, jalonado por rupturas y saltos, por
interrogaciones angustiosas y por decisiones arriesgadas. Lo que puede conducir
a semejante contrasentido y finalmente a un grave desconocimiento de su arte,
en razón misma de su popularidad y de su difusión, es la facilidad
desconcertante con que Miró ha sabido ir hasta el límite de su quehacer, para
evadirse con tal naturalidad de la visión clásica y de la tradición
occidental.›› [Dupin. cit. trad. en nota.
“Guadalimar”, 33 (VI-1978) 72.]
La historiadora del
arte Lourdes Cirlot (1993) considera que Miró es un vanguardista y no un
moderno. Cirlot interpreta como no-moderna la necesidad vital de confundir arte
y vida, una constante en la obra de Miró, que sufre en cada paso que da en los
caminos de la irracionalidad en que se desgrana la vida. Separa razón y vida
como incompatibles. Precisa su visión de la diferencia entre vanguardia y
modernidad:
‹‹Mientras la
vanguardia postulaba como finalidad esencial la integración del arte y la vida,
la modernidad valoraba fundamentalmente la autonomía de la obra artística. Los
dadaístas y surrealistas fueron quienes más se preocuparon por conseguir la
unión entre el arte y la vida, erigiéndose como un ejemplo a seguir por parte
de los artistas pertenecientes a generaciones posteriores.›› [Cirlot, L. Historia Universal del Arte. Últimas
tendencias. Planeta. Barcelona. 1993: 18.]
El poeta y ensayista
Luis Alberto de Cuenca (1994) considera a Miró un moderno:
‹‹El discurso
poético desciende del discurso mítico, pero por efecto de la evolución acabó
limitándose a la búsqueda de la belleza. El mito buscaba la supervivencia y en
la poesía encontró la manera. (...) Miró derribó estructuras antiguas y fue uno
de los creadores del mito de la modernidad, fundiendo lo clásico y lo actual,
siempre rompiendo los moldes según unas coordenadas compartidas por mito y
poesía.›› [Luis Alberto de Cuenca.
Conferencia en la FPJM, en el ciclo de “Aula de Poesía” (16-II-1994).]
Peter Bürger, en su Crítica de la estética idealista (Visor. Madrid. 1996. 271 pp) reconoce en Miró no ya a un
vanguardista o a un moderno, sino directamente a un posmoderno. El razonamiento
del pensador alemán es filosófico y así critica la teoría idealista, cuyo
concepto decisivo sería “la unidad adecuada de contenido y forma”, por lo cual
la forma adecuada de “leer” el arte “parte del supuesto según el cual en la
obra de arte lograda coinciden forma y contenido”. Schelling, Goethe, Hegel y
los otros constructores del programa romántico de la “nueva mitología”, le
conducen a reflexiones sobre las categorías fundamentales de los idealistas,
para llegar finalmente a las relaciones entre estética y moral a través del
sueño y la razón, la tragedia y lo sublime. En este punto, lógicamente, Bürger
introduciría ya la reflexión sobre Miró, en quien la separación entre forma y
contenido sería especialmente asequible al espectador. Lo mismo cabría decir de
Duchamp y de los surrealistas como Matta. No pertenecerían estos artistas del
objeto “sin contenido” ni a la vanguardia ni a la modernidad, salvo en breves
periodos y en algunas obras, sino que prefigurarían el discurso de la
pos-modernidad. Contra la razón moderna, la irracionalidad pos-moderna. En
contra de nuestra concepción de la vanguardia como una variante esencial de la
modernidad, Bürger distingue entre modernidad (el modernismo) y vanguardia
(donde introduce el innovador concepto de neo-vanguardia). El arte de
vanguardia fusiona arte y vida. [Bürger. Teoría
de la vanguardia. 1987 (1974): 109.]
Bürger considera que
el fracaso de la vanguardia estriba en su incapacidad de asegurarse una
independencia absoluta respecto a un proyecto utópico de cambio social,
procedente de los ideales de Rousseau, de la Ilustración del siglo XVIII, que
latía en todos sus miembros: ‹‹Los movimientos vanguardistas históricos no
buscaban la estetización de lo existente, sino la renovación de la vida a
partir de las potencialidades del arte. Como hemos visto, el proyecto estaba
vinculado a esperanzas metafísicas ocultas bajo el concepto de arte autónomo.
Aquí se halla la razón profunda de su inevitable fracaso.›› [Bürger. El vanguardismo, hacia una definición del
concepto, en Boorstin et al. La cultura de la conservación. 1993:
36.]
La teoría de Bürger
acerca del compromiso del artista defiende que las primeras vanguardias
asumieron una compromiso político y moral en el arte, pero que éste las abocó a
contradicciones insalvables, primero porque una obra a la vez comprometida y
vanguardista sólo es posible si es una obra inorgánica, y en caso de ser
orgánica debe tener como principio unificador el mismo compromiso, y por
último, incluso si tiene éxito, al institucionalizarse como arte:
‹‹la conexión de
este compromiso con la obra está llena de tensiones. El contenido político y
moral que el autor desea expresar está necesariamente subordinado, en las obras
de arte orgánicas, a la organicidad del todo. Es decir, que tal contenido
contribuye desde su aparición, lo quiera o no el autor, a la parcelación de la
propia obra de arte. La obra comprometida sólo puede tener éxito cuando el
mismo compromiso es el principio unificador que domina la obra incluso en su
aspecto formal. (...) En las obras de arte orgánicas subsiste siempre el
peligro de que el compromiso sea ajeno a su totalidad de forma y contenido y
destruya su esencia. (...) Cuando la obra consigue organizarse en torno al
compromiso, su tendencia política corre un nuevo peligro: la neutralización por
la institución arte. (...) La institución arte neutraliza el contenido político
de las obras particulares.›› [Bürger. Teoría
de la vanguardia. 1987 (1974): 161.]
La interpretación de
Bürger ha influido en William Jeffett, uno de los mejores investigadores
mironianos, que abordaba en 1996 un
estudio sobre la escultura de Miró desde la aceptación de los postulados de aquél. [Jeffett. Las últimas esculturas de Joan Miró en el
contexto de los estudios Sert y Son Boter, 1975-1983 <Miró. Poesia a l’espai.
Miró i l’escultura>. Palma. FPJM (30 marzo-2 junio 1996): 233-242.]
Miró es un
vanguardista reflexivo sobre las consecuencias éticas y estéticas del
decantamiento razón/no-razón. Gombrich, en su análisis de la percepción recogido
en Norma y forma mantiene que las normas condicionan pero no imponen las
formas, pues las normas las establece la tradición y se comunican mediante las
formas, pero éstas las imponen los artistas. La excelencia de Miró es haber
tenido la valentía de apostar contra corriente por formas nuevas y
transgresoras, como, al igual que hacen otros vanguardistas, entre los que
destaca Picasso, romper con la armonía tradicional, con el canon que constituía
un criterio objetivo, una red de seguridad. Miró se lanza con arrojo hacia
delante, y unas veces cae y otras halla caminos fecundos, como los de sus
mejores aportaciones de los años 20 y 30.
Al respecto, Josep Francesc Yvars
(2004) apunta que si Picasso es el artista del s. XX porque consigue mediatizar
con su genio la mirada del hombre contemporáneo, Miró lo es del siglo XXI,
porque su arte trasciende este límite temporal gracias a su ilimitada
imaginación: ‹‹Miró, en canvi, és un artista del segle XXI. Miró té una
capacitat imaginativa que no té ningú més. Agrada al nens i als grans. Té una
riquesa formal excepcional, una ductilitat, una ingenuïtat que té parió... I el
seu color? El blau Miró! I, tot, sense necessitat de recórrer a la literatura,
contràriament al que passa amb Dalí.›› [Yvars,
J.F. L’art, una necessitat humana. “Serra d’Or” 533 (V-2004) 9-13. cit.
12.]
Miró no quería
enajenarse del mundo común, y ello exigía la responsabilidad de reseguir los
resultados, de referirse intelectualmente a las previas ideas automáticas e
instalarse en el ámbito superador que es la armónica fusión de lo creado en el
subconsciente y lo recreado en la consciencia. Al respecto, Calvo Serraller
(1992) destaca entre otros rasgos mironianos ‹‹su capacidad de enlazar
espontáneamente el puro gesto infantil con la reflexión metódica
disciplinada.›› [Calvo Serraller. Pintores
españoles entre dos fines de siglo (1880-1990). De Eduardo Rosales a Miquel
Barceló. 1990: 160.]
Miró sentía la oscura
llamada romántica, compartida por los vanguardistas pese a ser un grito de
antaño, a vivir problemáticamente, en la pura intensidad, en el rigor terrible
de la allendidad artística, en nada distinguible de la poética. Pero si muchos
de sus coetáneos se abismaron en una vida turbia, buscando las vueltas oscuras
del ser humano —Modigliani sería el artista emblemático de esta fatal aventura
de autodescubrimiento, como Wittgenstein lo sería en la filosofía—, Miró, en
cambio, tenía unos valores éticos tan firmemente anclados en valores clásicos
de las raíces del pasado, que no podía aceptar caer en el exceso para vivir la
sublimidad. Ello frenaría muchas de sus exploraciones: su investigación del
sexo jamás tendrá la profundidad de la picassiana, beneficiada, en todo caso,
por su empleo del figurativismo.
No hay en él una
visión nihilista de la vida, como la abanderada por los posmodernos. Bien al
contrario, la enseña mironiana bien podría rezar: Nulla etica sine estetica.
El compromiso con la dignidad del hombre se refiere exigentemente a la
presencia de una perpetua admiración, y esta es una condición artística. No
cabe vivir sin el lúcido asombro ante el esplendor de la vida y así en Miró
contemplamos la razón enaltecida como guía ético y la palabra ensalzada como
único instrumento de persuasión, a menudo sustituida por el silencio reflexivo
y el ejemplo ético de la callada actitud consecuente con los compromisos del
hombre.
Se resistirá al
abandono, a la renuncia de sus valores estéticos. Recupera una y otra vez el
significado de los signos que conforman su universo. Si otros renuncian a
exigirse un mensaje —Jasper Johns y Rauschenberg, deudores del influjo
mironiano, son ejemplos de esta renuncia—, él, en cambio, reivindica
apasionadamente el radical papel del arte, el valor de la estética, en la
existencia humana.
En sus últimos
decenios Miró se sigue autodefiniendo como miembro de la vanguardia. En sus
entrevistas no rehúye este nominalismo. Contra la opinión de los historiadores
del arte y de los filósofos de la estética que, ya en los años 60, proclaman
que las vanguardias murieron en los mismos años 10 o 20, Miró cree que ser
vanguardista es “ser de un modo”. Es vanguardista porque sigue creando un
lenguaje vivo.
En los tiempos de la
posmodernidad, Miró se mantiene como adalid de la modernidad, y, tal vez, después
de la muerte de Picasso, es su último clásico, el último de la vieja escuela
parisina que aún reflexionaba sobre el lenguaje pictórico, que sentía el
problema de la comunicación estética, de la aprehensión de la belleza, como
continuo inquirir, como cuestión diaria del artista ante el caballete. Su
tiempo se demoraba ante cada obra, absorto, mirando, sin poner una sola mancha
de pintura, sólo asumiendo su significado, colores y formas. Contra las
acusaciones de que Miró era sólo un pintor infantil, un hombre avejentado que
rehuía la difícil y larga meditación para dedicarse a la fácil y corta
ingeniosidad, se levanta la certidumbre contraria. Contra la tesis del pintor
acabado que pintaba ocurrencias, se impone la certeza de que era hasta casi el
final de los años 70, el mismo joven Miró que pintaba reflexiones, cumpliendo
el ideal de crear una realidad con la pintura y no de trasladar someramente la
realidad a la pintura.
Por todo esto, el
rumbo que Miró recorrió fue el de la modernidad, por cuanto jamás abandonó la
fusión, desde el fundamento de la primacía de la razón, de los criterios de
búsqueda formal y crítica de los valores. Sin duda, en su mismo seno estaba el
germen de la pos-modernidad, pues la razón descubre dos caminos para acercarnos
a la realidad: ella misma, la razón, y su opuesta, la sin-razón.
Por este segundo
camino, el irracional, se deslizó gran parte de la vanguardia artística y
cultural, seducida por el descubrimiento de Freud y el psicoanálisis del fondo
oculto de la mente. Pero este desgajamiento no es inevitable, pues la
modernidad vanguardista sigue siendo una fecunda alternativa para el arte,
siendo Tàpies es un ejemplo evidente en nuestro país de la vivencia de un arte
absoluto y a la vez comprometido con la razón y los valores éticos.
La posmodernidad,
por contra, abjura a la vez de los dos criterios, pues no admite ni pretende
que, desde la razón, haya fusión entre ellos: la búsqueda racional se convierte
en innovación irracional —la vuelta a los lenguajes artísticos anteriores al
siglo XX no es una reflexión sobre la tradición sino una severa incapacidad
para imaginar y arriesgarse a nuevas técnicas y formas—, la reflexión muda a
ocurrencia, mientras que los valores no existen, enterrados epistemológicamente
por un eclecticismo desesperanzado que niega la posibilidad de la objetividad
—el principio de falibilidad entendido no como acicate del continuo averiguar,
sino como mansa e ineludible aceptación de la derrota de la razón—.
Dados estos
presupuestos ideológicos, en absoluto puede sorprendernos que no encontremos
referencias a valores éticos, sociales o políticos, en las reflexiones de
Jeffett, Bürger y de los partidarios de extender los límites de la
pos-modernidad a las grandes figuras de las vanguardias, pues el entremezclado
conceptual de Bürger y otros autores entre neo-vanguardia, posvanguardia y
pos-modernismo, parte de la base de depurar en el sentido wittgenstiano “lo que
no se puede decir” y, necesariamente, colocar los valores, ahora descubiertos
como prescindibles, como inútiles para el conocimiento, en el poético campo de
la metafísica. Pregonan un despojarse de la mirada a los principios, para así
descubrir la fría y pura realidad. Miró —ni ninguno de sus compañeros en la
aventura del arte en libertad— jamás hubiera suscrito esta admisión de derrota:
para él no tenía sentido un arte sin ética, sin esperanza, como tampoco una
ética sin estética. En todo caso, aceptemos, como él lo hacía, que de este
magma saldrá finalmente, por decantamiento de lo verdadero, un arte nuevo para
el siglo XXI.
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