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lunes, noviembre 07, 2016

La estética de Miró. 05. El debate sobre un Miró vanguardista, moderno o posmoderno.

            La estética de Miró. 05El debate sobre un Miró vanguardista, moderno o posmoderno.

Desde los años 60 asistimos a una irresistible floración de críticos, teóricos e historiadores de arte que se aprestan a legitimar a los artistas pos-modernos. Pocos de aquéllos confiesan esta adscripción, conscientes de que pisan un resbaladizo campo de batalla, pero sus huellas las observamos por doquier. Y Miró no se escapa a las clasificaciones.
Jacques Dupin (1967) alerta del peligro de caer en una interpretación “alegre” e “infantil” de Miró, de quien reivindica un talante vanguardista:
‹‹Pero la radiante sencillez de sus obras más conocidas, que son las de su madurez, la vitalidad de los colores, la ingenuidad de las figuras y de los signos, han puesto en circulación la leyenda de un Miró dotado como por milagro del poder de conservar intacto el frescor de la infancia. Esta opinión descansa en una parte de su obra y en su lectura superficial, haciendo caso omiso de todos los desarrollos que la precedieron, o sea, de treinta años de luchas y de conquistas, de un caminar obstinado, jalonado por rupturas y saltos, por interrogaciones angustiosas y por decisiones arriesgadas. Lo que puede conducir a semejante contrasentido y finalmente a un grave desconocimiento de su arte, en razón misma de su popularidad y de su difusión, es la facilidad desconcertante con que Miró ha sabido ir hasta el límite de su quehacer, para evadirse con tal naturalidad de la visión clásica y de la tradición occidental.›› [Dupin. cit. trad. en nota. “Guadalimar”, 33 (VI-1978) 72.]
La historiadora del arte Lourdes Cirlot (1993) considera que Miró es un vanguardista y no un moderno. Cirlot interpreta como no-moderna la necesidad vital de confundir arte y vida, una constante en la obra de Miró, que sufre en cada paso que da en los caminos de la irracionalidad en que se desgrana la vida. Separa razón y vida como incompatibles. Precisa su visión de la diferencia entre vanguardia y modernidad:
‹‹Mientras la vanguardia postulaba como finalidad esencial la integración del arte y la vida, la modernidad valoraba fundamentalmente la autonomía de la obra artística. Los dadaístas y surrealistas fueron quienes más se preocuparon por conseguir la unión entre el arte y la vida, erigiéndose como un ejemplo a seguir por parte de los artistas pertenecientes a generaciones posteriores.›› [Cirlot, L. Historia Universal del Arte. Últimas tendencias. Planeta. Barcelona. 1993: 18.]

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El poeta y ensayista Luis Alberto de Cuenca (1994) considera a Miró un moderno:
‹‹El discurso poético desciende del discurso mítico, pero por efecto de la evolución acabó limitándose a la búsqueda de la belleza. El mito buscaba la supervivencia y en la poesía encontró la manera. (...) Miró derribó estructuras antiguas y fue uno de los creadores del mito de la modernidad, fundiendo lo clásico y lo actual, siempre rompiendo los moldes según unas coordenadas compartidas por mito y poesía.›› [Luis Alberto de Cuenca. Conferencia en la FPJM, en el ciclo de “Aula de Poesía” (16-II-1994).]

Peter Bürger, en su Crítica de la estética idealista (Visor. Madrid. 1996. 271 pp) reconoce en Miró no ya a un vanguardista o a un moderno, sino directamente a un posmoderno. El razonamiento del pensador alemán es filosófico y así critica la teoría idealista, cuyo concepto decisivo sería “la unidad adecuada de contenido y forma”, por lo cual la forma adecuada de “leer” el arte “parte del supuesto según el cual en la obra de arte lograda coinciden forma y contenido”. Schelling, Goethe, Hegel y los otros constructores del programa romántico de la “nueva mitología”, le conducen a reflexiones sobre las categorías fundamentales de los idealistas, para llegar finalmente a las relaciones entre estética y moral a través del sueño y la razón, la tragedia y lo sublime. En este punto, lógicamente, Bürger introduciría ya la reflexión sobre Miró, en quien la separación entre forma y contenido sería especialmente asequible al espectador. Lo mismo cabría decir de Duchamp y de los surrealistas como Matta. No pertenecerían estos artistas del objeto “sin contenido” ni a la vanguardia ni a la modernidad, salvo en breves periodos y en algunas obras, sino que prefigurarían el discurso de la pos-modernidad. Contra la razón moderna, la irracionalidad pos-moderna. En contra de nuestra concepción de la vanguardia como una variante esencial de la modernidad, Bürger distingue entre modernidad (el modernismo) y vanguardia (donde introduce el innovador concepto de neo-vanguardia). El arte de vanguardia fusiona arte y vida. [Bürger. Teoría de la vanguardia. 1987 (1974): 109.]

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Bürger considera que el fracaso de la vanguardia estriba en su incapacidad de asegurarse una independencia absoluta respecto a un proyecto utópico de cambio social, procedente de los ideales de Rousseau, de la Ilustración del siglo XVIII, que latía en todos sus miembros: ‹‹Los movimientos vanguardistas históricos no buscaban la estetización de lo existente, sino la renovación de la vida a partir de las potencialidades del arte. Como hemos visto, el proyecto estaba vinculado a esperanzas metafísicas ocultas bajo el concepto de arte autónomo. Aquí se halla la razón profunda de su inevitable fracaso.›› [Bürger. El vanguardismo, hacia una definición del concepto, en Boorstin et al. La cultura de la conservación. 1993: 36.]
La teoría de Bürger acerca del compromiso del artista defiende que las primeras vanguardias asumieron una compromiso político y moral en el arte, pero que éste las abocó a contradicciones insalvables, primero porque una obra a la vez comprometida y vanguardista sólo es posible si es una obra inorgánica, y en caso de ser orgánica debe tener como principio unificador el mismo compromiso, y por último, incluso si tiene éxito, al institucionalizarse como arte:
‹‹la conexión de este compromiso con la obra está llena de tensiones. El contenido político y moral que el autor desea expresar está necesariamente subordinado, en las obras de arte orgánicas, a la organicidad del todo. Es decir, que tal contenido contribuye desde su aparición, lo quiera o no el autor, a la parcelación de la propia obra de arte. La obra comprometida sólo puede tener éxito cuando el mismo compromiso es el principio unificador que domina la obra incluso en su aspecto formal. (...) En las obras de arte orgánicas subsiste siempre el peligro de que el compromiso sea ajeno a su totalidad de forma y contenido y destruya su esencia. (...) Cuando la obra consigue organizarse en torno al compromiso, su tendencia política corre un nuevo peligro: la neutralización por la institución arte. (...) La institución arte neutraliza el contenido político de las obras particulares.›› [Bürger. Teoría de la vanguardia. 1987 (1974): 161.]
La interpretación de Bürger ha influido en William Jeffett, uno de los mejores investigadores mironianos, que abordaba en 1996 un estudio sobre la escultura de Miró desde la aceptación de los postulados de aquél. [Jeffett. Las últimas esculturas de Joan Miró en el contexto de los estudios Sert y Son Boter, 1975-1983 <Miró. Poesia a l’espai. Miró i l’escultura>. Palma. FPJM (30 marzo-2 junio 1996): 233-242.]

Miró es un vanguardista reflexivo sobre las consecuencias éticas y estéticas del decantamiento razón/no-razón. Gombrich, en su análisis de la percepción recogido en Norma y forma mantiene que las normas condicionan pero no imponen las formas, pues las normas las establece la tradición y se comunican mediante las formas, pero éstas las imponen los artistas. La excelencia de Miró es haber tenido la valentía de apostar contra corriente por formas nuevas y transgresoras, como, al igual que hacen otros vanguardistas, entre los que destaca Picasso, romper con la armonía tradicional, con el canon que constituía un criterio objetivo, una red de seguridad. Miró se lanza con arrojo hacia delante, y unas veces cae y otras halla caminos fecundos, como los de sus mejores aportaciones de los años 20 y 30. 
Al respecto, Josep Francesc Yvars (2004) apunta que si Picasso es el artista del s. XX porque consigue mediatizar con su genio la mirada del hombre contemporáneo, Miró lo es del siglo XXI, porque su arte trasciende este límite temporal gracias a su ilimitada imaginación: ‹‹Miró, en canvi, és un artista del segle XXI. Miró té una capacitat imaginativa que no té ningú més. Agrada al nens i als grans. Té una riquesa formal excepcional, una ductilitat, una ingenuïtat que té parió... I el seu color? El blau Miró! I, tot, sense necessitat de recórrer a la literatura, contràriament al que passa amb Dalí.›› [Yvars, J.F. L’art, una necessitat humana. “Serra d’Or” 533 (V-2004) 9-13. cit. 12.]
Miró no quería enajenarse del mundo común, y ello exigía la responsabilidad de reseguir los resultados, de referirse intelectualmente a las previas ideas automáticas e instalarse en el ámbito superador que es la armónica fusión de lo creado en el subconsciente y lo recreado en la consciencia. Al respecto, Calvo Serraller (1992) destaca entre otros rasgos mironianos ‹‹su capacidad de enlazar espontáneamente el puro gesto infantil con la reflexión metódica disciplinada.›› [Calvo Serraller. Pintores españoles entre dos fines de siglo (1880-1990). De Eduardo Rosales a Miquel Barceló. 1990: 160.]
Miró sentía la oscura llamada romántica, compartida por los vanguardistas pese a ser un grito de antaño, a vivir problemáticamente, en la pura intensidad, en el rigor terrible de la allendidad artística, en nada distinguible de la poética. Pero si muchos de sus coetáneos se abismaron en una vida turbia, buscando las vueltas oscuras del ser humano —Modigliani sería el artista emblemático de esta fatal aventura de autodescubrimiento, como Wittgenstein lo sería en la filosofía—, Miró, en cambio, tenía unos valores éticos tan firmemente anclados en valores clásicos de las raíces del pasado, que no podía aceptar caer en el exceso para vivir la sublimidad. Ello frenaría muchas de sus exploraciones: su investigación del sexo jamás tendrá la profundidad de la picassiana, beneficiada, en todo caso, por su empleo del figurativismo.
No hay en él una visión nihilista de la vida, como la abanderada por los posmodernos. Bien al contrario, la enseña mironiana bien podría rezar: Nulla etica sine estetica. El compromiso con la dignidad del hombre se refiere exigentemente a la presencia de una perpetua admiración, y esta es una condición artística. No cabe vivir sin el lúcido asombro ante el esplendor de la vida y así en Miró contemplamos la razón enaltecida como guía ético y la palabra ensalzada como único instrumento de persuasión, a menudo sustituida por el silencio reflexivo y el ejemplo ético de la callada actitud consecuente con los compromisos del hombre.
Se resistirá al abandono, a la renuncia de sus valores estéticos. Recupera una y otra vez el significado de los signos que conforman su universo. Si otros renuncian a exigirse un mensaje —Jasper Johns y Rauschenberg, deudores del influjo mironiano, son ejemplos de esta renuncia—, él, en cambio, reivindica apasionadamente el radical papel del arte, el valor de la estética, en la existencia humana.
En sus últimos decenios Miró se sigue autodefiniendo como miembro de la vanguardia. En sus entrevistas no rehúye este nominalismo. Contra la opinión de los historiadores del arte y de los filósofos de la estética que, ya en los años 60, proclaman que las vanguardias murieron en los mismos años 10 o 20, Miró cree que ser vanguardista es “ser de un modo”. Es vanguardista porque sigue creando un lenguaje vivo.
En los tiempos de la posmodernidad, Miró se mantiene como adalid de la modernidad, y, tal vez, después de la muerte de Picasso, es su último clásico, el último de la vieja escuela parisina que aún reflexionaba sobre el lenguaje pictórico, que sentía el problema de la comunicación estética, de la aprehensión de la belleza, como continuo inquirir, como cuestión diaria del artista ante el caballete. Su tiempo se demoraba ante cada obra, absorto, mirando, sin poner una sola mancha de pintura, sólo asumiendo su significado, colores y formas. Contra las acusaciones de que Miró era sólo un pintor infantil, un hombre avejentado que rehuía la difícil y larga meditación para dedicarse a la fácil y corta ingeniosidad, se levanta la certidumbre contraria. Contra la tesis del pintor acabado que pintaba ocurrencias, se impone la certeza de que era hasta casi el final de los años 70, el mismo joven Miró que pintaba reflexiones, cumpliendo el ideal de crear una realidad con la pintura y no de trasladar someramente la realidad a la pintura.
Por todo esto, el rumbo que Miró recorrió fue el de la modernidad, por cuanto jamás abandonó la fusión, desde el fundamento de la primacía de la razón, de los criterios de búsqueda formal y crítica de los valores. Sin duda, en su mismo seno estaba el germen de la pos-modernidad, pues la razón descubre dos caminos para acercarnos a la realidad: ella misma, la razón, y su opuesta, la sin-razón.
Por este segundo camino, el irracional, se deslizó gran parte de la vanguardia artística y cultural, seducida por el descubrimiento de Freud y el psicoanálisis del fondo oculto de la mente. Pero este desgajamiento no es inevitable, pues la modernidad vanguardista sigue siendo una fecunda alternativa para el arte, siendo Tàpies es un ejemplo evidente en nuestro país de la vivencia de un arte absoluto y a la vez comprometido con la razón y los valores éticos.
La posmodernidad, por contra, abjura a la vez de los dos criterios, pues no admite ni pretende que, desde la razón, haya fusión entre ellos: la búsqueda racional se convierte en innovación irracional —la vuelta a los lenguajes artísticos anteriores al siglo XX no es una reflexión sobre la tradición sino una severa incapacidad para imaginar y arriesgarse a nuevas técnicas y formas—, la reflexión muda a ocurrencia, mientras que los valores no existen, enterrados epistemológicamente por un eclecticismo desesperanzado que niega la posibilidad de la objetividad —el principio de falibilidad entendido no como acicate del continuo averiguar, sino como mansa e ineludible aceptación de la derrota de la razón—.

Dados estos presupuestos ideológicos, en absoluto puede sorprendernos que no encontremos referencias a valores éticos, sociales o políticos, en las reflexiones de Jeffett, Bürger y de los partidarios de extender los límites de la pos-modernidad a las grandes figuras de las vanguardias, pues el entremezclado conceptual de Bürger y otros autores entre neo-vanguardia, posvanguardia y pos-modernismo, parte de la base de depurar en el sentido wittgenstiano “lo que no se puede decir” y, necesariamente, colocar los valores, ahora descubiertos como prescindibles, como inútiles para el conocimiento, en el poético campo de la metafísica. Pregonan un despojarse de la mirada a los principios, para así descubrir la fría y pura realidad. Miró —ni ninguno de sus compañeros en la aventura del arte en libertad— jamás hubiera suscrito esta admisión de derrota: para él no tenía sentido un arte sin ética, sin esperanza, como tampoco una ética sin estética. En todo caso, aceptemos, como él lo hacía, que de este magma saldrá finalmente, por decantamiento de lo verdadero, un arte nuevo para el siglo XXI.

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