La estética de Miró. 04. Sobre
la modernidad, la vanguardia y la posmodernidad.
¿Cuál sería el
concepto de la modernidad aplicable a Miró? Porque la modernidad es un concepto
turbio y muy amplio, que podemos retrotraer al Siglo de las Luces y el triunfo
de la Razón, e incluso más allá, a los albores del Humanismo, y que tiene
connotaciones tan innumerables como legítimas, como por ejemplo la arquitectura
del Movimiento Moderno. Depurado de adherencias históricas lo “moderno” sería
sólo lo propio del arte en cada momento, pero convengamos en que tal juicio es
una falacia pues su percepción siempre dependería de una sensación y un
pensamiento contaminados por el tiempo: sería una modernidad de un pasado,
tanto más lejano como lo fuera la experiencia real del individuo. En un sentido
más laxo y más productivo para el debate, para unos se inserta en lo estético,
para otros en lo social, como apunta Azúa (1995):
Félix de Azúa.
‹‹Para Baudelaire,
el artista de la modernidad era alguien que, como él, daba forma al instante
fugaz, sobre el abismo que se abre en cada instante sucesivo. Y esa forma
instantánea aparece ya destinada a no durar y a ser sustituida por otra
igualmente efímera. El artista de la modernidad da forma (da una permanencia
insustancial) a lo efímero y deja un sello formal en la temporalidad desnuda e
invisible.›› [Azúa. Diccionario de las Artes. 1995: 213.]
En cambio, para Walter Benjamin el artista de la modernidad es quien conmueve los cimientos del mundo
conservador al mismo tiempo que innova en las formas, en una revolución social
y estética interdependientes.
La noción de
modernidad se nutre de la mixtión de ambas extensas concepciones: una primacía
de lo estético como innovación (entendida como búsqueda de “representación”
siembre variable y efímera, en ideas, naturaleza, materiales, soportes,
disposiciones, destinatarios...), junto a un papel secundario pero
imprescindible del compromiso con el cambio social (una idea contemporánea que
a su vez nace de una idea “ilustrada”: el hombre como sujeto social en progreso
constante a través de los siglos hacia una realización que lo emparente con la
divinidad). Así, si procedemos por acumulación de rasgos, lo que define a la
modernidad es afrontar los desafíos de la innovación, la experimentación
formal, la ruptura con el pasado, la voluntad de transformación, la crítica
social...
Señalo que limito
aun más el uso del concepto en el capítulo inicial de mi estudio sobre las
influencias que recibe Miró, hasta reducirlo a un bloque de movimientos (e
ideas) culturales y artísticos del fin de
siècle y principios del XX que sostienen una ruptura más pretendida que
ejecutada con el arte académico, con las convenciones tradicionales y con el
pasado en general, aunque al mismo tiempo siente la necesidad de inventar un
pasado mítico. Engloba así el impresionismo final, el postimpresionismo, el
neoimpresionismo, el simbolismo, el modernismo e incluso (forzadamente) el noucentisme catalán, así como a
individualidades como Cézanne que se mecen entre la modernidad y la vanguardia.
Pero obviamente un uso tan estricto del concepto no es apropiado para el debate
sobre la modernidad y la posmodernidad.
La vanguardia es también
un concepto moldeable, de incontables vertientes, pero en estas páginas lo uso
para definir una pulsión que surge a inicios del siglo XX y que pretende una
ruptura continua de los límites (esto es, la búsqueda) y ansía la liberación
del individuo y la transformación de la sociedad (o sea, el compromiso), pero
que no desdeña tomar del presente o del pasado en cuanto sean testimonio del
mundo primordial los elementos que juzga puros, como los primitivos o los
medievales.
La posmodernidad es
en cambio una fusión conceptual, sin reposo y abierta a interminables
variaciones, que responde a la crisis que en los años 60 se percibe en la
modernidad entendida en su sentido más amplio. Adorno y Horkheimer ya habían
criticado en su Escuela de Frankfurt el auge de la “razón instrumental”, que
prostituye los ideales racionalistas de la Ilustración, pues si esta es
heredera del Humanismo, aquélla desmiente este, pues perpetúa y legitima las
formas de dominio que alienan al hombre. Octavio Paz señalaba entonces que en
determinadas tendencias artísticas, como el New Dada y el Pop Art que triunfan
en EE UU, se advertían características técnicas y formales que repetían las de
las primeras vanguardias artísticas, incluso repitiendo sus valores
ideológicos, como el caso de la ironía crítica de los dadaístas. En muchas
manifestaciones artísticas se repetían los gestos, sin una reflexión profunda,
medio siglo después. La reflexión dadaísta, profundamente racional, pese a las
apariencias, había sido sustituida por un juego vacío de contenido. Apelando a
un Nietzsche que habló de la hipocresía de la razón, los postmodernos se
rebelan en los años 60 contra esta época razonadora y nos advierten de los
peligros del culto excesivo a la razón. En suma, como proclama Azúa, la posmodernidad
aparece como hija rebelde de la modernidad:
‹‹El Posmoderno es
un movimiento artístico típicamente moderno, caracterizado por su exasperación
ante la lentitud de acabamiento de la era moderna. Con una cierta candidez, los
teóricos posmodernos dan por concluida la modernidad de lo moderno. Los
artistas posmodernos también simulan que ya se ha terminado lo moderno, pero se
consideran muy modernos. De hecho, más modernos que lo modernos porque los
posmodernos, como su nombre indica, han llegado después y son más novedosos.››
[Azúa. Diccionario
de las Artes. 1995: 242.]
De este modo, a
partir de los años 60 Miró y la generación de los primeros vanguardistas deben
competir con el advenimiento de una nueva generación, formada en su mayor parte
en la posguerra y que promueven los movimientos comúnmente llamados “posmodernos”.
Gozan estos artistas de una situación de partida muy favorable por varios
factores, destacando la excelente disposición de los museos, coleccionistas
privados y mecenas públicos en un mercado del arte embarcado en una ola de
prosperidad, y, sobre todo, la aparición de una nueva clase de público, abierto
a todas las novedades estilísticas. El influyente crítico Harold Rosenberg
(1963), lo denomina “público de vanguardia”:
Harold Rosenberg.
‹‹(...) el público
de vanguardia está abierto a todo. Sus más destacados representantes —directores de museos,
conservadores, profesores de arte, marchantes, etc. — se lanzan a organizar
exposiciones y a suministrar marbetes explicativos, cuando todavía la pintura
no se ha secado del todo en el lienzo, o cuando aún no se ha endurecido el plástico.
Los críticos aportan su colaboración rebuscando por los estudios de todos los
artistas como una legión de boy-scouts, dispuestos a descubrir un arte
para el futuro y ser los primeros en crear y descubrir una nueva e importante
figura. Los historiadores del arte están siempre dispuestos con sus cámaras y
cuadernos de notas para no dejar de registrar ningún nuevo detalle. La
tradición de lo nuevo ha reducido todas las demás tradiciones a algo trivial
(...).›› [Rosenberg,
Harold. “New Yorker” (6-IV-1963). cit. Gombrich. Historia del Arte.
1979: 511.]
Por su parte, Miró
se había educado en el culto a la modernidad y vivió rodeado de una vanguardia
para la que el arte debe tener sentido crítico y libertad formal, un compromiso
absoluto con la verdad del trazo, del color, de la mirada. Mas la confusión que
late en los recovecos del mensaje vanguardista alterará todas las convicciones.
La emoción en la obra de Miró en los años 60 y 70 se desvela como una
arrebatada apuesta suya por abrir una puerta a esta vertiente irracional. Hay
en esta irracionalidad una vertiente huidiza. La ironía en la obra mironiana es
tanto agresiva como defensiva.
Donald Kuspit, sentado, contemplando un cuadro.
Como dice Donald Kuspit (1991) —aunque
refiriéndose en su análisis en especial al arte posmoderno, lo extiende a
Duchamp y a los primeros vanguardistas más rupturistas como Miró—, la ironía o
la farsa presentes en el arte de vanguardia son un mecanismo de defensa del
arte frente a las amenazas del mundo moderno: ‹‹la condición de farsa del arte
de vanguardia no es sino una respuesta de defensa contra la sociedad moderna.
Surge de un sentimiento inconsciente de que la sociedad moderna cuestiona lo
convencionalmente aceptado, la creencia tradicional de que el arte es artesano
de la vida y un medio de hacer avanzar nuestra civilización.›› [Kuspit, Donald. El arte de vanguardia como gran
farsa. “Atlántica”, Las Palmas, 2-3 (noviembre 1991) 4.]
Miró asiste, en su
larga madurez, embargado por el asombro, a la conmutación de lo feo con lo
bello, el barroco con el minimal, lo antiguo con lo nuevo. Los signos
pierden su significado en la mirada del espectador que ha perdido sus
referencias. Alienación del signo es alienación del hombre, es la conclusión,
amargo final para el arte de las vanguardias. Por ello su fallecimiento en 1983
sería entendido por muchos de sus contemporáneos como la despedida de una voz
primordial de la modernidad. Tàpies (1983) escribe ese mismo día:
Antoni Tàpies.
‹‹El món de Miró és
part, a més, de tota una lluita en pro d’allò que se n’ha dit el món modern, la
modernitat, que no es redueix als objectes d’art, als edificis o als vestits
moderns, com alguns pensen, sinó que és sobretot una nova visió del món, una
manera d’entendre la vida, una manera de viure més fonda i més justa, en la
qual està inclosa, evidentment, la nostra llibertat tant individual com
nacional. I no és tan estrany que en aquest sentit Miró tingués tan arrelada la
necessitat de defensar l’esperit català, les nostres llibertats, la nostra
cultura... Aquest esperit de Miró romandrà sempre viu!››. [Tàpies. Miró vivent. “La Vanguardia”
(27-XII-1983). Recogido en Tàpies. L’experiència de l’art. 1996: 228.]
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